Edgar Allan Poe escribió “El hombre de las multitudes” como un intento, creo, por dejarnos ver la soledad propia proyectada en los demás, como una forma de atacar tanto la indiferencia de unos a los otros como ese terror agorafóbico a los desconocidos que no es otra cosa sino el temor a uno: no estar solo jamás, buscar estar en medio de quienes sea como una manenra de no pensar en uno mismo.
¿Qué pasaría si alguien hiciera lo contrario en un mundo interconectado e hiper comunicado? ¿Qué ocurriría si alguien negara su propia identidad para hacerse adicto a la de los demás, robando con meticulosidad científica las facciones, las formas, la voz, los ademanes de otros para negar los propios?
¿Cómo se es adicto a los demás?
Un ilustre desconocido es el comienzo de esa pregunta, la historia de un hombre que no soporta ser él mismo y que al practicar ser los demás entra en espirales que de tan creativas se vuelven destructivas, no sólo de su persona, sino poco a poco, de los demás. Ese hombre es una especie de paradoja temporal que al hacer existir a dos personas idénticas en la misma ciudad (un París sin “luces”, bien por eso) ocasiona fracturas en todas las realidades con que roza. ¿La razón? Primero, que ese acto de apropiación parece un robo pues se realiza, cermonialmente pero no por ello de manera alegre, en los terrenos de aquél al que se le vampirizará la identidad. Segundo, porque la razón está escondida en la mente de este hombre de multitudes internas, de acumulación de vidas ajenas.
Es por ello que cuando esas paradojas se hacen evidentes nuestro sujeto de estudio (lo vemos con la misma obsesión y curiosidad con que él observa a los demás para convertirse en ellos) opta por detenerse y pasar al siguiente rostro, una vida más que le hará olvidar la suya.