Jugarse el cuerpo

¿Cuándo fue la última vez que escuchaste a tu corazón? Se necesita callar al mundo. Callar las voces en tu cabeza. Apagar el ruido de toda la rutina que está fluyendo a nuestro alrededor. Y entonces ahí se asoma. Es un latido incesante que te recuerda lo frágil que somos. Lo incansable que pareciera ser la especie humana. Pero el cuerpo no depende de eso que inspira oxígeno y bombea sangre.

No es el corazón el que rige la existencia de un sujeto. Tal vez por eso cuando deja de latir, seguimos vivos. Es justo cuando estamos ausentes o muertos, cuando se está más presente. Ya lo dijo Arjona, “uno no está donde el cuerpo, sino donde más lo extrañan”, donde alguien nos sujeta con el pensamiento, en sus sueños y en sus pesadillas.

No es este armazón de calcio, articulaciones, vísceras y piel lo que nos hace estar en el mundo. No. Es el lugar que otro nos da al mirarnos, al reconocernos y darnos un nombre, lo que nos hace tejer lazos de vida. Y así es el amor el que nos atraviesa para mover el esqueleto hacia la regadera, hacia un trabajo que te haga explotar el cerebro, hacia una cita que te revuelve el estómago, hacia el encuentro con otros que te escuchan, que te hablan, que comparten.

Para el psicoanálisis el cuerpo es el campo de batalla del aparato psíquico, de nuestras pulsiones. Es el escenario donde la vida y la muerte insisten todo el tiempo. Donde el inconsciente se manifiesta a través de gritos y silencios.

No nacemos con un cuerpo. Nos hacemos de éste en cada herida de guerra. Es decir, nunca tenemos dominio completo de la carne que somos. Ni siquiera podemos vernos de cuerpo entero frente a un espejo. Mucho menos en los sueños alcanzamos a identificarnos pero sí experimentamos las sensaciones como si alguno de nuestros cinco sentidos estuviera despierto.

Para hacerse de un cuerpo hay que jugárselo. Hoy es fácil escribirle al otro que estaremos a su lado cuando necesite un beso que refresque sus labios secos, cuando quiera cubrirse con nuestros brazos. Pero llegado el momento, es difícil sostener esas palabras. Y no necesariamente porque no se quiera cumplirlo, a veces simplemente no se puede. El cuerpo se repliega. El Yo se defiende. La boca no se abre. Los pies no caminan. La mirada se pierde. ¿Por qué? Porque quien gobierna al cuerpo no es uno, es el deseo. Y el deseo es inconsciente. Es deseo del otro.

Edvard Munch: The Kiss, 1897.