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Los viajes del mexicano

Martes, Marzo 13th, 2012

Viajar es uno de los placeres de la vida que nos permite abrirnos al mundo y comprender el punto que somos en el planeta. En su reciente estudio, Consulta Mitofsky le preguntó a mil mexicanos sobre sus hábitos de paseo y esto fue lo que encontró:

•    Casi uno de cada cuatro mexicanos (23%) dice haber viajado en avión alguna vez en su vida. Quienes más han viajado en avión son hombres (27%), habitantes del centro del país (32%) y ciudadanos con universidad en sus estudios (54%).

•    15% de los mexicanos mayores de 18 años afirma haber viajado alguna vez al extranjero y 3% particularmente a Europa. Ser universitario presenta tres veces más probabilidades de haber ido al extranjero y casi 20 veces de haber ido a Europa que cuando un ciudadano sólo terminó la primaria.

•    Casi 2 de cada 3 personas dice que conoce una playa mexicana (o el mar), lo que significa también que la tercera parte de los mexicanos no conocen el mar. Los jóvenes menores a 30 años (67%) conocen más las playas que los mayores de 50 años (59%).

Palou viaja en avión

Miércoles, Septiembre 23rd, 2009

Si alguien sabe de vuelos, escalas y travesías intercontinentales es Pedro Angel Palou. Este escritor poblano compartió a sus 3 mil 169 amigos en Facebook y a todo aquel que quiera y sepa leer, la colaboración que publicó el pasado sábado en El Universal. En su relato el ex rector de la UDLAP nos lleva de viaje con él, nos irrita junto con él, nos impacienta al mismo tiempo y hasta nos hace lamentarnos por el estigma en que se ha convertido la Influenza. A continuación las letras de este escritor poblano.

“Desde hace tiempo vengo oyendo una queja que yo mismo pronuncio: viajar en avión es una tortura, qué épocas aquellas de los trenes o los barcos. La nostalgia, por cierto, de muchos que nunca han viajado por esos medios que ahora la melancolía torna simpáticos -pregúntele a alguien que escapó de la Soah lo que fue viajar en tren, o a un migrante que llegó en barco sobreviviendo al escorbuto y la peste a Ellys Island para ser recluido en cuarentena antes de entrar a Nueva York.

Lo que sí ha cambiado es que antes viajabas; ahora te viajan, te transportan como maleta. Eres un objeto, ocupas un asiento, es lo único que posees mientras te trasladas por los aires. Eres el 10F o el 49J (en CT, clase turbina). Esta vez que les cuento estoy en el 14K, aunque el avión sólo tiene tres asientos de cada lado. En esta aerolínea los números y las letras los puso o un disléxico o un esquizofrénico y se saltó una letra de por medio sólo por jorobar, digo yo.

He entrado a mi lugar junto a la ventanilla y he colocado mis utensilios de supervivencia: un buen libro, un par de audífonos canceladores de ruido -al menos así me los vendieron-, un cuello inflable para evitar la tortícolis, unas anteojeras para evadirme de la luz, como inverso pero igual de moribundo Goethe a medio del Atlántico. Y un infaltable iPod, ese invento sin igual que me permite cargar con toda mi discoteca. En mi maletín, por si acaso, hay más adminículos de vuelo.

Me fijo en mi vecino: si habla español leo en inglés y si habla inglés leo en mi idioma. Detesto las largas conversaciones de avión. La única vez que lo intenté fue con una mujer hermosísima -mi vecina en ese entonces del 22B- a quien le dije algo sobre sus ojos y me soltó un “Ni lo intentes”, que aún ahora me sonroja. En fin, que es mejor el silencio cuando se está tan peligrosamente cerca de alguien por más de medio día. Mi vecino de esta travesía -y su madre, uno y otra en el 14GI- es un niño con SADH (Síndrome de Atención Dispersa e Hiperactividad). No es que sea yo un neurólogo aficionado, sino que la propia madre me lo ha advertido cuando lo dejó sentarse en medio. No hemos despegado y ya me ha golpeado seis veces con su PSP edición limitada color plata en la que intenta un videojuego violentísimo en el que ha matado a todo Asia y África con una bazuca camuflada. Por si fuera poco me ha arrojado a las piernas su abrigo acrílico color naranja que bien podría pasar por un salvavidas. Lo dejo hacer.

La alarma no viene, inicialmente, del bebé de Rosemary que me han sentado, crecidito, al lado. Sino del personal de tierra, un pobre hombre que quizá nunca haya volado y que lleva a la cintura un radio, unos enormes audífonos y un chaleco similar al abrigo del niño vecino. Le dice a la sobrecargo: “Tenemos un problema con el 40″. “¿Por qué?”, responde ella alarmada. “No sirve”.

Ignoro si se refieren al viajero, al asiento o a qué otra cosa. “Cámbialo -le ordena el personal de tierra-, por lo menos hasta despegar”.

Se retiran. El niño me golpea. Veinte minutos después estamos por encima de los 10 mil pies y a la que llaman velocidad de crucero. Pongo música y me dispongo a desaparecer tras las gruesas páginas de mi libro. El niño, aburrido, me da un codazo: “¿Qué lees?”. Le digo que un libro, cosa obvia sólo para que inicie un monólogo que es interrumpido finalmente por la madre salvadora.

Miro hacia atrás buscando inútilmente un asiento vacío. Ignoro cómo disfrutarán su viaje quienes van en primera clase, pero por un instante imagino estar del otro lado de la cortina fúnebre que nos separa.

Busco en mi maletín la solución final, una pastilla: 50 miligramos de Tafil, bendito ansiolítico que después de cenar me llevará en brazos de Morfeo lejos del niño demente que me sigue golpeando al tiempo que intenta ahora ganar las 500 millas de Indianápolis en su artilugio plateado. Su abrigo me da calor en las piernas y se lo paso a su madre, quien condesciende y me regala, no sé por qué, un poco de su crema para los ojos. Me unto el bótox o lo que sea y espero la comida.

Ese es otro de los males actuales en el avión. Un genio malévolo ha decidido que comer en el aire sea un adelanto del Infierno de todos tan temido. La azafata me pregunta: “¿Pasta o pollo?”. Respondo que pollo, que la pasta me da agruras. Ella dice: “Sólo me queda pasta”. “¿Entonces por qué me dice que puedo escoger?”. Ella, ya violenta: “Esto no es restaurante. Se me acabó el pollo. La quiere o prefiere no cenar.”. Tomo resignado lo que debió haber sido una lasaña en el pleistoceno tardío. Me queda el consuelo de que en nueve horas pueda desayunar algo fresco y decente. Pido un whiskey, al menos. Es una marca terrible, pero no me importa. Lo pido en las rocas. Doble. Como si estuviese en un bar, no en este avión que me incomoda.

La azafata esta vez se apiada de mí y me permite cruzarme con el Tafil y el Bourbon. Poco después duermo (no sin antes haber hecho una cola como del metro para ir al baño). Despierto intermitentemente pero la pastilla y el licor me regresan al sueño. Cuando finalmente es de día sé que me he perdido el desayuno. La azafata anuncia el inminente aterrizaje. Sin querer despierto al niño que me ha babeado la camisa. Me peino. Algo de pudor me queda.

La llegada es aún peor. Antes viajar por el mundo diciendo que uno era mexicano era un pasaporte al éxtasis. Después de Fox nadie nos quiere y ahora, además, con la gripe del marrano o la fiebre A H1N1, o influenza yo qué sé, la cosa es terrible. No nos dejan bajar. Llega personal de sanidad disfrazados de Odisea 2001 o de bacteriólogos del ébola.

Nos hacen llenar un cuestionario. Nos toman la temperatura. Nos piden indicar en dónde nos quedaremos, a qué teléfono nos pueden llamar. Fumigan el lugar con unos aerosoles azules y, al fin, de dos en dos nos dejan llegar. Vendrán la espera en migración, la paciencia para recuperar las maletas, la aduana. Huiré del niño y de su madre tan pronto pueda e intentaré salir del aeropuerto lo más rápido que me sea posible. Quisiera no haber salido de casa.

Empiezo a pensar que los nostálgicos del barco y del tren tenían razón. El turismo es la fase superior del capitalismo, habrá que corregir a Marx. Y el turismo es esto. Este viajar sin ton ni son para sacar fotos y atrapar la realidad y llevarla a casa. El que no toma fotos, claro, compra.

Lo curioso de viajar, me digo, es que uno llega a donde nunca quiso ir. Y en avión y sin escalas.”