No te quiero verde

Lesly Mellado May

Un chubasco detuvo mi navegación y estoy de vuelta.

Hasta hace un par de años la carretera que conducía al sureste mexicano era custodiada por un par de fotografías tamaño natural de patrullas de la entonces Policía Federal de Caminos.

Y ahí iba uno atravesando humedales, ríos y pantanos con la zozobra de encontrarse con la foto estampada en plástico de tan temidos vehículos.

Además, era imprescindible saber el himno nacional (el mexicano, por supuesto) para regresar al centro del país, pues si tenías pinta de centroamericano te hacían una sesuda prueba de mexicanidad: entonar las gloriosas notas al menos hasta el “nombre de masiosare” (como dicen mis parientes).

Así que no había más que tres “obstáculos”: las fotos de las patrullas, los agentes de migración y la mala memoria de tus años en la primaria.

Pero las cosas cambiaron en los caminos del edén: por aquí y por allá retenes militares que operan a toda hora del día y que no andan con miramientos (más que con las venerables ancianas) si tu auto tiene placas de circulación de Puebla.

Llegué a Tabasco un par de días antes de que fuera capturado el poblano que colaboró en la ejecución de la familia del marino Melquisedec Angulo Córdova, quien falleció en el operativo en el que murió el narcotraficante Arturo Beltrán Leyva.

Alrededor de Paraíso, sitio de la masacre, había campamentos militares que detenían a todos los vehículos para preguntar a dónde vas, de dónde vienes y hasta por qué.

Mala fortuna si tu vehículo llevaba placas de Puebla: bájate, abre puertas y cajuela, muestra tu credencial del IFE o aunque sea del Sam’s, cuenta en qué trabajas y por qué osan darte vacaciones, enseña tu tarjeta de circulación (bueno, la del coche), levántate la playera para demostrar que no llevas armas (de fuego, yo creo), explica una y otra vez por qué andas en territorio tabasqueño con un vehículo poblano.

No importaba si pasabas de ida o vuelta, o de vuelta o ida e ida, si transitabas por ahí una o cinco veces, la revisión era implacable y siempre la misma, eso de habitar en la tierra del camote se convirtió en una pesadilla.

Me parecía un exceso; exceso que se aclaró días después cuando se difundió la detención del poblano involucrado en la masacre de Paraíso, de la que no se habla más que en voz baja y con recato, tono que hasta hace poco era desconocido por la zalamería costeña.

Opté por conseguir un cayuco prestado y así atravesar un municipio cuyo nombre se convirtió en paradoja, (el) Paraíso, el del verde edén, ahora verde militar.

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