Censo 2010

Era el año 2000, el año que para muchos representó la pérdida de la ingenuidad cuando descubrimos que en realidad el mundo no tenía la intención de acabarse, que el Apocalipsis no llegaría montado en cuatro jinetes y que por el contrario, la humanidad del tercer mundo tenía una sed insaciable de ver y vivir lo que ocurría en el siempre avanzando primer mundo, aún cuando las consecuencias de éste sean desastrosas e incluso catastróficas.

Tenía casi 19 años cuando leí en alguno de los pizarrones de Ciudad Universitaria la convocatoria del INEGI para formar parte del ejército de encuestadores que se harían cargo de no sólo preguntar cuántos eramos (en ese entonces) sino de meterse literalmente hasta la cocina de las casas.

La mayoría (yo incluida) vimos en el Censo 2000 una manera de ganarnos unos cuantos pesos sin comprometernos en un trabajo que nos distrajera de nuestros estudios universitarios. La paga sonaba muy buena y uno empezaba a cobrar desde el primer día de la capacitación, sin embargo, algunos otros (incluida yo) realmente queríamos estar en la jugada de un evento de importancia nacional e histórica.

Aunque ya pasaron 10 años aún recuerdo con nostalgia y satisfacción la experiencia de haber tocado de puerta en puerta en las manzanas de la colonia Universidades que me asignaron. Desde entonces los contrastes socio económicos en plena zona urbana ya me producían dolor de estómago.

La prolongación de la 14 sur era apenas una larga calle en vías de ser pavimentada. La tarea en algunas manzanas era relativamente fácil dado que abundaban los predios enormes que cruzaban la calle. En otras casas la cosa se ponía complicada cuando se trataba de una pequeña casa en la que habitaban más de dos familias, y es que la indicación era llenar un cuestionario por familia aún cuando convivieran con más en esa misma dirección.

Recuerdo que la pobreza de algunas casas dificultaba que preguntara cómodamente de cuánto era el salario con el que se mantenía el hogar, así como la existencia de aparatos en ese entonces “de ricos” como computadora, horno de microondas, autos, entre otros bienes y servicios a los que un obrero o empleado con un salario mínimo y cuatro hijos o más, podía aspirar.

Justo a un lado de una vivienda improvisada con láminas se alzaban casas en terrenos de 400 metros o más, la mayoría estaban recién construidas y albergaban la mitad o hasta una tercera parte de los inquilinos que solían tener las precarias viviendas vecinas.

La experiencia es inolvidable. Sirvió para que quienes teníamos una fotografía del mundo color de rosa en donde las familias habitan en casas de cuentos de hadas descubriéramos que existen otras formas de vida, que en una casa no siempre vive una sola familia, que no en todas hay papá, mamá e hijos; que no todos viven el rito de los padres al trabajo y los niños a la escuela.

Esa ha sido la única vez que he caminado gustosa en mi vida con una gorra y un morral nada femeninos. Así que desde aquí la mejor de la suerte para los poco más de 7 mil quinientos entrevistadores que recorren desde este lunes y hasta el 25 de junio las viviendas poblanas.

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