En 1984, tras una conversación entre Felipe González y Javier Solana, entonces ministro de Cultura, se da el permiso para restaurar Las meninas. El responsable del trabajo será John Brealy, un especialista británico —el que no fuera español fue objeto de un gran debate—, jefe de restauración del Museo Metropolitano de Nueva York.

Durante casi tres semanas (el tiempo necesario), Brealy trabajó solo en una sala del Museo del Prado. Quitó la capa de barniz de almáciga (resina) que había amarilleado la obra por efecto del paso del tiempo.

El cuadro se descolgó y se apoyó sobre unos amortiguadores. Tenía la ayuda de una escalera con ruedas para llegar a la parte más alta de una obra de más de tres metros. En aquel momento era el mejor lugar para trabajar porque El Prado no contaba con los actuales talleres de restauración.

La sala en la que trabajaba Brealy estaba cerrada al público, solo le acompañaban otros cuadros expuestos en ese espacio. Este lugar tenía dos accesos, una puerta daba a los antiguos despachos de la dirección del museo. El otro conectaba con el resto de salas.

A la sala donde se restauraban Las meninas accedía Brealy y solo tenían permiso de entrada algunas personas, como el joven equipo de restauradores del Prado, entre los que estaba Enrique Quintana, de 26 años en aquel momento.

Un día, se empezaron a escuchar gritos al otro lado de una de las puertas: era un catedrático de Bellas Artes con un grupo de alumnos que reclamaban ver el cuadro para parar la restauración. Aseguraban que habían sido testigos de cómo Brealy levantaba capas de pintura porque, decían, habían visto color en los hisopos (algodones) con los que trabajaba el restaurador. El experto se asustó, pensó que venían a lincharle, paró su tarea del día y salió por la otra puerta.

Otra de las polémicas fue por la nacionalidad de Brealy. Distintas personas se quejaron porque, según su criterio, debía ser un español quien tocara uno de los iconos de la pintura de este país. “Estaba condenado de antemano. Antes de que supieran qué es lo que yo iba a hacer ya se me había juzgado negativamente. Ha habido un sector de profesionales que se ha cerrado en su posición inicial y, luego, aunque estuvieran satisfechos de mi trabajo, no han querido dar su brazo a torcer”, dijo el restaurador en una entrevista en este diario.

Brealy hizo una limpieza general, es decir, no dividió el cuadro por ventanas o zonas, como hacen algunos restauradores. Empezó por la parte de la derecha, por el punto principal de luz. Este método marcó la manera en la que se limpian muchos cuadros en el Prado desde entonces.

No tocó nada más. El cuadro, que sobrevivió al incendio del Alcázar de Madrid en 1734, fue trasladado a Valencia durante la Guerra Civil y de ahí a Ginebra, no tiene casi desperfectos, solo algunos rasguños. Hay un corte en la falda de Isabel de Velasco, otro en la mejilla derecha de la infanta Margarita. En la parte posterior del lienzo, en el techo, donde están los plafones, tiene algunos daños. Es realmente un milagro cómo se ha conservado.

Antes de terminar la restauración, Brealy llamó a Manuela Mena, en ese momento subdirectora del Prado. Quería que estuviera presente en el toque final. Hay que fijar la mirada en el último escalón de la puerta al fondo de la pintura, es el lugar más alejado del espectador con una luz muy particular que el restaurador recuperó con su limpieza.

Al terminar de limpiar el cuadro, Brealy le dio una última capa de barniz de resina natural con mayor estabilidad para evitar que amarilleara. Antes de despedirse, se guardó una sorpresa para el joven equipo de restauradores del Prado: permitió que Rocío Dávila, otra joven restauradora, y Quintana le dieran la última capa, lo que se conoce como reintegración. “Un día antes tuve un accidente de coche, me rompí un hueso de la muñeca y no pude participar. Fui observador y elaboré el informe final”, apunta Quintana.

Gracias a la restauración, el espectador puede volver a recorrer el cuadro, apreciar la profundidad y los planos que ideó Velázquez con el manejo de la luz que entra, sobre todo, por esta ventana.

Plácido Arango (un tiempo después fue patrono del Museo del Prado) financió la estancia de John Brealy en Madrid. Es decir, le pagó sus gastos, pero no un sueldo, porque el restaurador no cobró un euro por su trabajo.

La restauración costó 5.400 dólares de la época. Ese dinero se sacó de los tres millones de pesetas que Hilly Mendelssohn había donado para que el Prado invirtiera en restauraciones. El Estado no pagó nada.

Fuente: Ana Marcos/ El País